Motivos de trabajo me llevaron a pasar algunos días en Austin, Texas.
Por más específica que sea la razón que nos atrae hacia alguna ciudad, no me queda duda que a veces lo más bonito del viaje son las experiencias que no nos esperamos. Aquí recuento algunas de ellas.
– “¡No te puedes perder la desbandada de los murciélagos!”. Me dijo una amiga bióloga.
– “Vienen en una migración muy larga desde México, y todas las tardes a la hora de ponerse el sol salen de por debajo de los puentes sobre el río, donde duermen colgados de cabeza todo el día esperando que se haga de noche para salir en multitud a buscarse la cena.”
Así que una tarde húmeda y calurosa, me uní a un surtido de turistas y locales devotamente apiñados a la orilla del río Colorado. Lo bueno es que agarré lugar hasta adelante, porque llegamos casi una hora antes de ponerse el sol.
De pronto un hombre de pie a mi derecha dijo, – “Hey, you dropped your stick!” Llena de alarma descubrí que en efecto, mi bastón blanco se había escurrido silenciosamente entre los barrotes del barandal contra el cual nos apoyábamos. ¿Cómo pude no darme cuenta?
– “¿Lo ves?” Pregunté a mi acompañante. – “Si. Allá está en el fondo. Suerte que no está muy hondo.”
Sopesé mis opciones. El bastón me es indispensable y no traigo otro. ¿De verdad voy a tener que entrar en esa agua inmunda sobre volada por una turba de zancudos? Si no hay de otra me aviento. ¿Pero de veras no habrá modo de jalar el bastón con algo?
Una mujer a nuestra izquierda dijo. – “¡Allá andan unos en kayak!”
Por más vergonzoso que fuera ponerme a pegar de gritos como damisela en aprietos, preferí eso a brincar en el río. Pronto más voces se unieron a la mía hasta atraer la atención de los del kayak. Con sus remos atraparon mi bastón y lo izaron en alto hasta mis manos agradecidas. Estreché el bastón contra mi cuerpo para liberarme las manos y poder unirme a la ronda de aplausos con que todos festejamos a los del rescate. Me sentí como banda abridora antes del concierto.
El sol acababa de ponerse y los murciélagos (especie Cola Suelta) se hacían esperar. La mujer de mi izquierda se puso a hacernos plática. Al decirle que amo la música dijo que ella también. Que sus dos hijos tocan instrumentos musicales.. Y ya encarrilada compartió algunos sucesos de su vida que me dejaron boquiabierta.
– “Soy de una ciudad llamada Knoxville en el estado de Tennessee. ¿Has oído sobre la resistencia que en tiempos de la esclavitud ayudaba a personas esclavizadas a migrar a Canadá para lograr ser libres? Pues mis papás estuvieron en un movimiento parecido pero durante la guerra de Vietnam. Nuestra casa era la primera en una red de refugios donde hospedamos a hombres jóvenes que no querían pelear. No querían ser reclutados para que los mandaran a Vietnam a matar gente. Cenaban con nosotros. Yo tenía 13 años y me enamoraba cada noche de cada uno de esos muchachos.”
Yo escuchaba llena de asombro, con el rostro vuelto hacia el río. Los Cola Suelta emitían algunos chillidos desde sus perchas sin decidirse a salir. Algunos pájaros surcaban el aire por encima del puente y otros por debajo de él. La nube de mosquitos continuaba suspendida al ras del agua. Contuve el aliento ante la congregación de criaturas voladoras.

La noche había caído y poco a poco algunos de los presentes nos fuimos despidiendo y retirando. Mañana yo tenía un día largo por delante y todavía me hacía falta buscar una farmacia donde hacerme de toallitas antibacteriales para darle una tallada concienzuda a mi bastón. Así que nos perdimos de los murciélagos al vuelo. O en realidad no nos perdimos de nada. Empapada de sudor a causa del clima nocturno que lejos de refrescar parecía irse abochornando, emprendí la caminata de vuelta al hotel llena de una extraña satisfacción.