Recientemente me sometí a la necesaria visita al dentista. Debo decir que para alguien que se dedica a cantar, es una sensación muy extraña la de mantenerse por tiempo prolongado con la boca abierta, sin que de ella salga sonido alguno.
A cada pregunta, cada observación o comentario de mi dicharachero médico de los dientes, yo contestaba con: G-GHG-HGH o GGHH. Estos breves golpes de voz resonaban en mis oídos con especial claridad, y mientras el taladro se acercaba, procuré distraer a mi menté alimentándola con ideas que se me venían.
Cuando se pasa de vivir en una ciudad pequeña, a encontrarse de vuelta en la gran urbe, como es mi caso, se da uno cuenta que hay muchos ruidos citadinos que agreden, pero no los echamos en cuenta porque nos endurecemos contra ellos. Sin embargo puedo asegurar que tras una dieta auditiva prolongada de pajaritos y espacios al aire libre, la diferencia es una malavenida sacudida.
De pronto me sentí sonrojar (¿de veras será posible sonrojarse cuando no puedes ni cerrar la boca?), porque repentinamente recordé que la única vez en mi vida que he escrito quejándome de algo, desmenuce mi ira por medio de una carta que dirigí a las autoridades de un centro comercial donde mi familia y yo “gozábamos de una grata comida”. Mi queja decía algo así como:
… éramos 6 a la mesa, incluyendo a mi abuela (quien por su avanzada edad ya no oye muy bien, mi prima y su novio que es extranjero y no domina bien el español, y yo. De repente nos atacó un espantoso estallido publicitario acompañado de música electrónica e inflecciones navideñas, volviendo una conversación que ya de por sí requería de atención y paciencia, casi imposible. “¡Esto es una agresión!”, gritó mi prima para hacerse oír. no pude más que estar de acuerdo. Se sintió como un golpe en la cara.
A la hora del postre llegó mi hermano. Acababa de tomar asiento cuando el estallido publicitario nos rafagueó por tercera vez. “¿Es en serio esto?” Preguntó. El personal del restaurante nos hizo saber que no había nada que ellos pudieran hacer. No exagero cuando digo que el hambre se me espantó, pues todos mis sentidos habían entrado en alerta.
Lo que intento decir es que masacrar de este modo la sensibilidad de los clientes, va en detrimento de negocios que lejos de atraernos, nos repelen. “Solicitamos enérgicamente a las autoridades de este centro comercial que tengan en cuenta nuestra integridad auditiva.”
Mi carta nunca recibió respuesta. Nadie lo sabía en ese momento, pero 2 o 3 meses más tarde, ya no habría más escándalo, más plaza llena de gente ni más restaurantes abiertos. El COVID estaba apunto de hacer su entrada espectacular.
De repente un sonido peculiar me resonó en el cráneo, sacándome de mis cavilaciones. Se trataba del eyector que dentro de mi boca producía un chillido lastimero que me recordó la película de “El Laberinto del Fauno”, cuando la mamá de Ofelia arroja la mandrágora al fuego.
“Los dientes como la piel” explicaba mi dentista, “vienen en distintos matices. No son blancos como la leche. Los hay en tono naranja, gris, amarillo y marrón”.Yo le agradecí mucho todas sus atenciones y su esmerado trabajo cuando por fin terminó la consulta. A pesar de su oficio, mi doctor es una persona muy amable. Y eso es bueno recordarlo cuando el estruendo de la urbe nos agrede, cuando las noticias y otros tantos sucesos a nuestro alrededor, hacen sentir que precisamente, vivimos en un mundo poco amable.