Me considero afortunada por pertenecer a una generación que, supongo podría considerarse de transición. Para reproducir música hemos pasado por los LPs (de sonido tan cálido que ahora están volviendo), los casetes (no tan frágiles y muy portátiles), discos compactos (cuyo espectro de sonido es mucho más limpio), y por último, canciones en formato digital (abundancia, festival, variedad infinita).
Digo infinita porque, seamos sinceros. ¿Quién tiene 40 gigas de música y los ha escuchado en su totalidad? Mi primer reproductor de MP3 fue un iPod mini de 8 gigas que aún hoy me parecen un mundo. Recuerdo perfectamente las sensaciones que se despertaron en mí cuando por fin me animé a usar el nuevo aparatito: insomnio y náuseas.
Verán. Durante la época en que me entretenía haciendo remixes, compilados y mezclas duras en casete, me atenía a los 60 o 90 minutos permitidos por la cinta y decía: un lado va a ser de pura música judía y el otro de música celta. O: en el lado A van a ser todas las versiones que me encuentre de Eleanor Rigby y del otro todos mis pedazos favoritos de Carmina Burana.
Incluso una amiga de la secundaria y yo hicimos una antología de varios casetes, con nuestras piezas instrumentales favoritas: soundtracks de películas grabados directamente de la tele, jingles de anuncios y piezas de música clásica. Luego venían los debates sobre qué nombre ponerle a la nueva creación. Tenía que ser un nombre que capturara el espíritu del sabor final producido al escucharla de principio a fin. ¿En español o en inglés? Resultaron títulos como: “Crystal Sky”, “Masquerade” y “Agua de Plumas”.
Ahora que si el casete no llevaba un tema sino que solo era un continuo de la voz de mi hermanito seguida de media canción grabada del radio, mi amiga y yo ensayando el “Stabat Mater” de Pergolesi y el soundtrack de El Exorcista, la cinta se llamaba “Chilaquil 1”. Hice muchas de esas y todas se llamaban “Confeti” o “Chilaquil 2”, “Chilaquil 3”, “4”, etc.
En cambio con el MP3 me empecé a engolosinar de manera desenfrenada. Una canción de The Tea Party, medio minuto del tema de El Viaje de Chihiro, 5 veces “Try walking in my shoes” de Depeche Mode, “Reverie” de Debussy, dos canciones de Chava Flores, una de Mecano, dos veces la pieza coral de Elizabeth donde se ve que la reina manda matar a todos sus enemigos…
Para cuando me quitaba los audífonos ya los primeros pájaros de la mañana comenzaban a cantar, mis sábanas estaban hechas bola y yo no había dormido nada. Me sentía invadida por exactamente la misma sensación que llegué a experimentar en algunas fiestas infantiles tras zamparme toditito el bolo en una sola sentada. Pulparindo seguido de chocolate combinado con chicle. Saliva pegajosa, envoltorios arrugados y gomitas a medio comer. Me resultó tan desmoralizante que abandoné el iPod durante varios meses, hasta que le fui perdiendo el miedo poco a poco y lo empecé a retomar con algo de prudencia.
Confieso aún no ser tan hábil en el uso de herramientas digitales como para alcanzar la libertad creadora que experimenté en mis años caseteros. Dicen que la curva de aprendizaje más pronunciada se experimenta en la niñez. Debo estar pasando por una segunda niñez porque constantemente me siento empujada a replantear, deshacer e incorporar aprendizajes nuevos. Quien sabe que es lo que vaya a resultar de todo esto.