Cierto día, antes de retirarse previo al fin de semana, la señora de la limpieza me dice:
– “Mari, en la esquina del patio dejé agüita para que tome una paloma que anda ahí caminando. ¡Le da para un lado, le da para otro! Anda como en su casa.”
– “¿Qué?”
– “No ve. El otro día la encontré en la ventana con sus hermanas, pero se fueron y la dejaron. Tiene sangre en la cabecita, como que se andaba peleando con otra paloma. Le di fruta en el piquito y agua. Y aquí ha andado. Es ciega, tiene sus ojitos pegados.”
– “¡A verla!”
Pasándole la mano en el lomo me di cuenta que se trataba de un palomito muy joven, pues era bastante pequeño. Se alejaba a cada intento mío de tocarlo así que preferí dejarlo en paz.
– “¿Dices que tiene los ojitos pegados? Pues hay que echarle microdacyn.”
Al día siguiente la paloma ya no estaba. El antiséptico había surtido tan buen efecto que sin duda habría volado (con los ojitos ya repuestos, o por lo menos se habría alimentado por sí sola.
Transcurrido el fin de semana le comuniqué esto con mucho entusiasmo a la señora de la limpieza pero ella solo dijo:
– “El palomito se murió Mari. Me lo encontré muerto llegando a hacer el aseo. ¡Con ganas de habérmelo llevado a mi casa! Pero pues tengo perros y…”
Bueno, por lo menos lo intentamos. Hicimos la lucha por salvarlo.