De cómo me las arreglo para hacer ejercicio

El gimnasio al que suelo asistir tiene una extraña particularidad: algunos de los aparatos de cardio (caminadoras, elípticas), tienen adheridos al tablero pedacitos de cinta durex.

A veces llego y me encuentro con la desagradable sorpresa de que mis amados cuadritos de cinta ya no están. Esto suele ser porque alguien creyendo estar haciendo una rigurosa labor de limpieza los quitó, o a algún ocioso le causaron ansiedad y decidió deshacerse de ellos. No se han dado cuenta que esa sencilla alteración táctil, le permite a un usuario que no ve, (ignoro si habrá algún otro además de mí), abordar los aparatos con la misma facilidad que cualquiera.

Resulta tremendamente irónico que la era de las pantallas touch haya desembocado en una moda que ha despojado de la tercera dimensión, incluso hasta a los botones más simples, (encendido, aumento y disminución de velocidad, aumento y disminución de inclinación).

“¿Y porqué no le pides a un instructor que te la programe?”, sugiere alguien. A veces, por no tener tiempo, (o ganas) de entrar en una disquisición filosófica, respondo a esta sugerencia con, “¡pues sí verdad!”. En otras circunstancias tal vez respondería, “¿te gustaría tener que depender de alguien hasta para las cosas más simples?” Y digo simples porque ya hemos visto cómo los beneméritos cuadritos de cinta, son unos grandes facilitadores de la autonomía.

Hablemos ahora sobre aparatos de peso, sobre fuerza, trabajar todos los músculos. El gimnasio del que hablo es una especie de autoservicio. Esto significa que hay rutinas en video, que la gente puede seguir ejercitándose, si se encuentra falta de ideas sobre cómo. Hay también circuitos anotados en tarjetones, así como algunas clases de zumba, yoga y crossfit. Dos o tres instructores de piso circulan por la sala, asegurándose de que los usuarios hagan los ejercicios correctamente.

Al no ser capaz de seguir las clases de tipo coreográfico, ni los circuitos en video… Siendo bastante difícil para mí navegar la selva de máquinas y otros accesorios, siempre me he beneficiado más que ningún otro usuario, de los entrenadores de piso. Comencé a notar sin embargo, que era siempre uno de dichos entrenadores quien se tomaba la “molestia” de atenderme. Si por algún motivo faltaba, los demás se mostraban incómodos y evasivos.

“Podrías pagarte un entrenador personal”, dijo el gerente, cuando hablé con él, al respecto. Eso no me parecería justo. Este gimnasio ofrece muchos beneficios que yo no puedo aprovechar y no debería verme “obligada” a pagar extra.

Poco después la gerencia cambió, mi instructor favorito renunció. Flaquearon mis ganas de vérmelas con los otros, así que volví de nuevo solo al cardio. Procurando esporádicamente hacerme acompañar por alguien que pegara nuevos cuadritos a otra máquina.

Llegó la pandemia, cerró el gimnasio. Con el correr de los meses el pan de ajo casero se volvió mi mejor antídoto contra la desesperanza y la incertidumbre. Las caderas se me ensancharon y el abdomen ni se diga. De repente un día, recibo una llamada telefónica. Es el instructor que renunció.

”Estoy dando entrenamientos personalizados a domicilio. ¿Te gustaría que lo intentaramos?”

Me fascinaba la idea pero en casa no había las condiciones necesarias para poder trabajar. Así que cuando finalmente reabrió el gimnasio, terminé por hacer aquello a lo que antes me opuse: contratar al entrenador además del gimnasio. Pero la verdad no me quejo.

Él me pone ejercicios que a mí nunca se me hubieran ocurrido. Me arrima los accesorios, se asegura que trabajemos en una zona donde haya poca circulación de otros usuarios. Y ni qué decir del cubrebocas y la careta que es obligatorio utilizar. Ya estoy más que acostumbrada.

Al final pagar extra efectivamente resolvió mis problemas. Pienso en otras personas ciegas que durante el confinamiento buscan mantenerse en forma, sin la facilidad de poder seguir una clase en línea. Espero que haya alguna persona, (o más de una), dispuesta a contribuir con el extra de paciencia y tiempo que pudiera representar acompañarle en una caminata o un entrenamiento personalizado, ya sea a cambio de un pago en dinero o de algún otro modo que sea conveniente.

Alguna vez durante una estancia en los Estados Unidos acudí a un gimnasio. Desde luego no me prohibieron la entrada pero tampoco me sentí bienvenida. Pues justo cuando me disponía a explicar lo de los cuadritos de cinta, me pusieron delante un contrato que tendría que firmar, eximiéndose de cualquier responsabilidad ante un accidente. Jamás he sufrido percance alguno en ningún gimnasio, con ni sin entrenador a mi lado. Entiendo el afán levemente paranóico del contexto norteamericano, pero la buena disposición de flexibilizarse un poco ante las necesidades particulares de un usuario, una flexibilidad con carácter humano, o si se quiere, un buen servicio al cliente, se agradece hondamente desde el alma.

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