Estereotipos

Cuando piensas en una persona ciega, ¿qué te imaginas? ¿Lentes oscuros pasados de moda? ¿Sujeto de aspecto lastimoso vendiendo dulces en la calle? ¿Talento musical innato?

Quizás está de más decir que hay tal variedad de sabores y matices entre quienes apreciamos el mundo de manera no visual, que las etiquetas salen sobrando. Pero, como en cualquier comunidad, abundan los estereotipos. El centro de formación para personas ciegas donde estoy estudiando, se esmera activamente en desarticularlos.

Un par de veces a la semana tenemos un grupo de discusión de dos horas, donde se ponen sobre la mesa temas relacionados con la vida como persona ciega. Por ejemplo, una vez disfrutamos de un documental (con audiodescripción desde luego), sobre Erik Weihenmayer, primer hombre ciego en escalar el Everest. En otra ocasión escuchamos una entrevista con Dan Parker, piloto de jeeps. Sin duda no es necesario ser atleta ni piloto de autos deportivos para que te tomen como ejemplo, pero frecuentemente en nuestras mesas de discusión figuran personas destacadas, porque existe la idea muy enraizada de que cuando alguien ha perdido la vista no tiene más opción que encerrarse en casa en espera de la pizza que ha ordenado o la visita de algún familiar.

Otras veces, el instructor encargado de conducir la mesa de discusión, plantea una pregunta, y se dejan venir las polémicas, salpicadas con anécdotas personales, recomendaciones sobre cómo afrontar tal o cual situación, pero sobre todo, más preguntas.

Recuerdo a una señora que cierto día me paró en la calle para platicarme que su hija también “está malita de los ojos”. Que había hecho todo por inculcarle la música y la cantada, pero a su hija no se le dio. “¿Cómo le puedo hacer para que cante?”, me dijo.
“Oiga pues… más bien hay que ayudarla a dar con algo que le guste”, respondí. Procurando aportar algo que a la señora y a su hija pudiera ser de utilidad.

Hoy recuerdo ese encuentro en particular porque aquí en la escuela existe una tradición muy extraña cuando se trata de cantarle el “Happy Birthday” a algún cumpleañero. La idea es cantar lo más horrible que se pueda; desafinando, imprecando, masticando cualquier melodía que se nos venga a la mente; concentrándonos en felicitar a la persona, no en cantar bien. Cada vez que hacemos esto, pienso en el libro de “Harry Potter y la Piedra Filosofal”, donde, a falta de una melodía para el himno de Hogwarts, cada quien es libre de hacer la letra embonar con la melodía que mejor le parezca.

«¡Que cada uno elija su melodía favorita! ¡Y allá vamos!»—Albus Dumbledore.

Pero, ¿Porqué hacemos esto aquí en el centro de entrenamiento para personas ciegas? Simple para echar abajo el estereotipo del ciego superdotado para la música.

No he de negar que cuando el mundo de las artes plásticas se nos restringe, es natural que nuestros sentidos se vuelquen hacia el universo de los sonidos. Sin embargo esto lo dice quien desde siempre ha estado en curioso diálogo con las ondas sonoras, y por aquí escribe, sabiendo que en las vibraciones que viajan por el aire y a través de los objetos, ha de hallar su mayor recompensa.

Pero ¿y las otras personas ciegas, que prefieren las ciencias exactas, la cocina o el deporte? Es con el gusto de disolver los prejuicios que envuelven a la comunidad invidente, que me uno con abandono a los berridos, bostezos o tímidas recitaciones que forman el canto de felicitación con que se baña de buenos deseos a quien ha dado una vuelta más al sol.

Te invito si me lees por aquí, de todo corazón a hacer lo propio.

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