¿Alguna vez se han embarcado en la lectura de un libro, casi exclusivamente por motivo de cuánto han oído hablar de él? Pues bien, yo caí en esa trampa. Acabo de terminar Guerra y Paz, de León Tolstoy. Me tomó 4 meses. ¡Y vaya meses! No crean que fue solo una oleada de aburrimiento extremo provocado por el confinamiento lo que me arrastró a sumergirme en una novela rusa de más de mil doscientas páginas.
Verán. Ana Karenina, Crimen y Castigo, Dr. Zhivago… todas me encantaron pero “Guerra y Paz” tiene fama de aburrida por entreverar los goces y desventuras de sus protagonistas con largas disquisiciones sobre las guerras napoleónicas. ¿Es justificada esa fama? Si, aunque no por ello es insufrible la novela. Tolstoy tiene tal sutileza para describir a sus personajes y hacerlos hablar, que aún enfrascados en el tema más árido quería seguir leyendo para ver qué iban a decir. Lo que más le reprocho al autor, es darnos santo y seña sobre intrigantes sujetos al respecto de los cuáles en breve no volveremos a saber nada, ya sea porque mueren prontamente o simplemente salen de escena. Si mal no recuerdo, esto mismo fue lo que me disuadió de seguir viendo “Game of Thrones” más allá de la tercera temporada. Pero con este libro no me pasaría lo mismo ¡no señor!
¿Hubo acaso algún suceso específico que desencadenara en mí la decisión de emprender tan largo viaje a la Rusia de principios del siglo XIX? Así es: unos tres meses después de decretarse el confinamiento por la pandemia, contraje paperas. ¿Cómo? ¿Dónde? No lo se. Quizá en un consultorio médico. Tal vez en un Oxxo. Lo que sí es que hasta entonces yo contemplaba el uso del cubrebocas como opcional o hasta innecesario. Casi está de más decir que tras enfermar, me uní a las filas de los precavidos.
“¡Agárrate!”, me dijeron todos. “¡Porque si no te dieron paperas de chiquita ahora la vas a sufrir en grande!”
Sufrí primero para conseguir un diagnóstico, ya que cuando la dolorosa carnosidad bajo mi mejilla se volvió imposible de ignorar, todos los médicos resultaron inalcanzables. Uno no contestaba el teléfono, otro solo me atendería mediante complicada maniobra para consulta virtual previo pago… justo cuando mi dolor era tal que me hallaba dispuesta a plantarme en cualquier hospital para que me atendiera quien fuera, respondió un médico amigo quien, enfundado en su traje hermético estilo espacial, dejó por un momento la fila interminable de pacientes que venían a verlo por coronavirus, para atenderme a distancia. No había nada que hacer. Era parotiditis y el único remedio era descansar y extremar el confinamiento para no contagiar a nadie que no hubiera padecido esta enfermedad en su infancia. Tras un par de días tirada en la cama, comencé a pasar largas horas sentada al sol en la entrada de mi casa. Fue entonces que decidí por fin abordar “Guerra y Paz”.
Extrañamente, las personas a mi alrededor no huyeron despavoridas. Al contrario; todos tenían un consejo que darme: “ponte un pedazo de sábila calientita allí donde te duele”. “A todos mis hijos ya les dio de chiquitos”. “A mí se me hincharon los dos lados de la cara, no solo uno…”
En cambio los medios no dejaban de retumbar con precauciones y polémica sobre un nuevo padecimiento que, puedes ponerte muy grave en caso de contraerlo o no presentar absolutamente ningún síntoma. Se cura, (¿o no?), con una solución hecha a base de humo de cloro. A los niños no les pega, o tal vez ni siquiera existe. Para mi sorpresa, en menos de una semana estaba completamente recuperada de las paperas.
En “Guerra y Paz”, uno de los personajes principales, Natasha Rostova, muestra gran talento para cantar y habilidad en la música. La vemos tocando la flauta, el clavicordio, la balalaika, la guitarra, y conmoviendo con su canto hasta a la persona más agobiada o indiferente.
En algún momento de la novela esperaba verla debatirse entre elegir una carrera musical o… pero CLARO, termina casada, gorda y llena de hijos. Jamás volvió a cantar. Se diría que los avatares precipitados a su vida por la guerra tuvieron algo que ver en esto, y así es. Todos los personajes principales son tocados irreversiblemente por la invasión a su país. Pero salta a la vista que las mujeres en específico, sin importar su personalidad, sus intereses ni las pérdidas que hayan sufrido, terminan casadas y llenas de niños. No pude evitar una oleada de decepción.
Cuando la última curva de “Guerra y Paz” ya se vislumbraba, ocurrió lo que todos hubiéramos querido evitar: las dos personas con quienes comparto mi domicilio se infectaron de coronavirus. Las medidas de higiene se extremaron, las tareas domésticas se redistribuyeron, los ánimos se tensaron. Moscú ardía y sus habitantes, incluida la familia Rostov, abandonaron su ciudad por montones. Se respiraba un ambiente de pesadilla. Mientras tanto en casa estábamos a cal y canto. Mi deseo ferviente era no contagiarme, para no estar todos enfermos al mismo tiempo y no prolongar aún más el confinamiento estricto pero, ¿sería esto posible? ¿Una vivienda donde la mayoría de sus ocupantes se contagiaran y uno no?
Durante la última sección de la novela, no se habla más sobre los personajes a quienes hemos acompañado durante años de sus vidas. Más bien, Tolstoy se dedica a ponderar cuestiones filosóficas como: ¿cuáles son las causas esenciales de los grandes movimientos históricos? ¿Qué es lo que hace a una persona elegir cierto camino y no otro? ¿Cómo afectan las acciones de un individuo a la colectividad en el tiempo? Juro que casi esperaba escucharlo hablar de física cuántica. Para mi gusto no eran necesarias todas estas abstracciones, pues ya nos habíamos puesto a pensar sobre eventos fortuitos y cambios en el fuero interno de cada uno de sus personajes a raíz de tales eventos.
Casualmente, el mismísimo día en que llegué a la última página de “Guerra y Paz”, llegaron también los resultados de mi prueba de COVID. Era negativa. Felizmente, no resulté contagiada.