Elisa siempre quiso una mascota. De hecho ya tenía un gatito muy suave y silencioso llamado Cristóbal, pero pero empezó a perderle interés desde el día en que la maestra les leyó aquel cuento increíble sobre un niño que compró en una subasta un caballo muy fuerte y muy listo, tan listo que hablaba, y se llevó a su amo a recorrer todo el país.
Por eso, ahora Elisa anhelaba un caballo, y no uno cualquiera, sino un caballo espacial para galopar entre las estrellas con la gracia de las gimnastas olímpicas que había visto en la tele. Claro que primero tendría que conseguir un caballo normal, tratarlo bien para hacerlo hablar con ella, y luego leerían juntos todos los libros donde se explica cómo funcionan las naves espaciales.
Así, poco a poco, en unas tres semanas tal vez, Elisa tendría a su caballo-nave que la llevaría a viajar todas las noches. Sería su secreto personal y algún día podría reírse en la cara de su hermano:
-Ya no me importa si no me quieres prestar tus juegos mugrosos; porque ahora tengo algo mucho, mucho más divertido. Con esto en mente, Elisa comenzó a hacer gestión:
– ¡Quiero un caballo! – le anunció a su madre una vez cuando circulaban por el centro comercial.
A la mamá de Elisa, quien solía sentirse siempre muy agobiada, nada le halagaba más que la oportunidad de mostrarse complaciente con sus hijos, gracias a esto en menos de un minuto Elisa tuvo en sus manos un lustroso paquetito que incluía lápiz, borrador, sacapuntas y libreta en colores pastel; cada cosa impresa con el dibujo de un lindo caballito de carrusel.
Pero ¿Por qué Elisa terminó por regalar estas cosas a sus compañeros de la escuela?
-Es que yo quiero un caballo de verdad, mamá.- Así que cuando fueron a la feria, la mamá de Elisa encontró la solución a la medida para apaciguar a su hija: subirla en el carrusel. ¡Y funcionó! Elisa quiso seguir dando vueltas aún cuando su hermano rogaba por bajarse.
Y como a la mamá de Elisa no le gustaban las “escenitas” se dirigió discretamente al operador del carrusel con un billete en la mano diciendo:
– Ahí se la encargo mientras vamos a comprar algunas cosas. Aquella fue una tarde maravillosa para Elisa que cuando el éxtasis del carrusel, no lloró, sino que bajó de un alegre salto y corrió hacia su hermano.
-¡Ahora quiero uno de verdad! -le dijo tomándolo de la mano.
Poco tiempo después, la familia se fue de excursión a un parque grandísimo que contaba con varias albercas, árboles de todas clases, y, el plato fuerte, caballos para montar. Sabiendo que Elisa no haría caso de nada si no montaba primero, se dirigieron inmediatamente a las caballerizas.
Elisa nunca pensó que un caballo en persona parecería tan alto y tan oloroso. Cuando lo ensillaron, el animal resopló obstinadamente y meneó su cabeza gigantesca de un modo daba a entender a Elisa que no estaba nada contento.
La niña vio que sobre la frente el caballo tenía un hermoso lucero blanco. Hubiera querido acariciárselo, pero el hocico se veía amenazante, cada fosa nasal era un túnel, las orejas como listas para disparar y la mirada inteligente, tal vez demasiado. Parecía decirle: “a ver si te atreves”. ¿O lo había dicho de verdad?
Un señor alzó a Elisa por el talle y la depositó muy en lo alto, sobre el lomo de la bestia. Elisa se sentía como izada sobre una de esas torres petroleras de popotes que habían hecho en la escuela. Debajo de ella, el caballo movió una pata delantera, luego una trasera y Elisa se sintió desfallecer. Para no caerse se aferró a la silla y fijó la vista en la espesa crin que parecía ondular kilómetros abajo. Pero ahora el caballo tomaba un trote rítmico y crepitante que comenzaba a acelerarse y Elisa no pudo más.
-¡Me quiero bajar! – exclamó entre sollozos que le agitaban el pecho. El hombre que conducía el caballo soltó la rienda y con una risilla nasal entregó a Elisa en brazos de su madre, quien después de desempolvarle el vestido y colocarla en el suelo le dijo:
-Ya, ya, Elisa; ven y te compramos una nieve. La madre de Elisa advirtió satisfecha que el llanto de su hija se apagaba a medida que las cucharadas de helado de vainilla le iban endulzando la perspectiva de las cosas, pobre consuelo, pues Elisa sabía con la certeza terrible de quien ha fallado una prueba que ahora ningún caballo iba a querer hablar con ella.
Harto del drama, el hermano de Elisa, se encaminó a lo que según dijo era lo único que valía la pena en el parque entero y viéndolo tan decidido, su madre y su hermana se enfilaron tras él. Se detuvieron en un claro del bosque donde un grupo de estudiantes de karate practicaban descalzos, mientras una boquiabierta multitud aplaudía sus proezas. El hermano de Elisa se esmero en movimientos karatekas y luego exigió:
-Méteme a clases, Ma.
-A mí también, a mi también! A lo mejor si estudio eso, me vuelvo valiente como ellos – agregó Elisa, saltando en un pie, y la madre accedió.
A la semana siguiente, los dos niños formaban parte del curso para principiantes en el dojo más cercano y había muchos golpes emocionantes y patadas sorpresivas que mantenían al hermano de Elisa intentando atravesar los tomos de la enciclopedia de su casa con la mano y con el pie. Él la animaba a que hiciera lo mismo, pero los niños ya habían aprendido la “posición del caballo”, que es parecida a la de un jinete al galope. A partir de entonces no hubo poder humano que convencer a Elisa de intentar otros movimientos.
-¡Pasa al frente a pelear contra tu hermano, niña, a ver si así te mueves!
-No quiero.
Esa fue la última vez que Elisa asistió al dojo, para alivio de su hermano, quien no quería pasar más vergüenzas.
-¡Pero cómo no se me ocurrió antes! – se dijo la madre. Todas las niñas se ven divinas, con su faldita de ballet.
-Pero es que yo no quiero bailar – Más es bien sabido que nada puede contra el deseo de una madre por ver a su hija sobre un escenario vestida de rosa, y Elisa quedó inscrita.
Por fortuna, muy pronto hubo en la academia una exhibición bautizada por las profesoras como “El carnaval de los animales”. Las niñas talentosas iban a verse “adorables”, y las que equivocaran, todavía más. A Elisa, quien prometía mucho por gran agilidad, le dieron el papel del caballito volador, lo cual no pudo más que entusiasmarla.
Todas las tardes Elisa empujaba a un lado la mesita de centro que había en la sala de su casa para practicar los saltos de su personaje. En una de esas ocasiones creyó oír que una voz aterciopelada la llamaba y, cuando volteó para ver de quién se trataba, contuvo el aliento, pasmada.
-¿Por qué te sorprendes, amiga, si tú siempre has querido hablar con nosotros? – dijo Cristóbal mientras se paseaba por la habitación. – No pudiste hacer amistad con el caballo del parque porque no lo entiendes y él no te conoce.
-¿Los gatos lo saben todo?
– No, pero a mi me gusta seguirte cuando vas de paseo porque tú ya no me haces caso.
Elisa agachó la cabeza, consternada.
-Yo te puedo enseñar a saltar como los verdaderos caballos, si quieres – propuso Cristobal-. Verás que mientras mejor los entiendas, ellos te irán tomando confianza también. La niña dudó, pues una extraña intuición le había dicho que en conversaciones con animales sería siempre ella quien tomaría la primera palabra, a pesar de esto terminó por aceptar.
Conforme se acercaba la fecha de la función, la madre de Elisa, harta de ver a su hija y al gato relinchar y galopar por toda la casa, comenzó a pensar que tanta hiperactividad ameritaba un remedio drástico. Iba a llevar a sus hijos otra vez al parque hasta que quedaran extenuados.
– ¡Llévame con los caballos! ¡Claro que quiero!, ¡Yo quiero ser uno! Me voy a subir a ese café con blanco, porque ya nos conocemos.
Elisa tomó su posición frente al caballo. Ambos se miraron un momento y entonces ella le ofreció el azúcar que se estaba comiendo. El caballo sacó la lengua y se lo tragó de sopetón. Entonces Elisa le acarició la frente y el hocico, que no era tan áspero como ella pensaba.
Un señor muy amable la ayudó a montar, y mientras trotaban, ella le decía a su amigo:
-Ojalá tú y Cristóbal puedan ir a verme bailar al teatro, ya verás que pronto los tres nos enseñamos a volar por el espacio.
Al siguiente día Elisa no tenía memoria de lo que su madre y su hermano estuvieron haciendo mientras ella montaba, ni de cuánto tiempo había pasado divirtiéndose así. Sólo recordaba haber estado algo nerviosa al principio, pero después, nada más que las copas de los árboles mucho más cerca de ella que nunca y el viento revolviéndole los cabellos, mientras Cristóbal agazapado sobre un rama le pedía lecciones de vuelo a las apetitosas aves que se iban congregando a su alrededor.
María del Carmen Camarena
El cuento está publicado en el libro “Eco de Diosas” de Samsara Editorial, en 2011.
Apareció publicado en el libro de mi gran amiga Myriam Luna. Ella me había pedido una entrevista para incluirme en una serie de perfiles de mujeres para su libro. En su lugar yo le pedí que se publicara este cuento.