MOMO

Estas sencillas sílabas son como un ábrete sésamo para mí.

Justo en eso estoy pensando, al tiempo que le hinco la cuchara a una de esas nieves japonesas que hace poco abrieron sus puertas en mi ciudad. Se llaman Momotabi ¡y están!… Flor de cerezo, taro, macha y otros sabores exóticos me arrancan de mi autoimpuesta abstención al azúcar.

Más de alguno que me lea por aquí sabrá que durante doce años fui vocalista de una agrupación musical llamada RADAID. Recuerdo que hace mucho fuimos banda abridora de una agrupación roquera de chicas que por entonces se destacaba. Se llamaban Momo, ¿Sería en honor al mismo libro que yo conocí?

(¡Este helado está a punto de hacerme entrar en un choque diabético. Viene acompañado por una brocheta de malvaviscos tatemados… de verdad siento náuseas. Pero no me voy a detener, me lo voy a comer completito!).

Los de RADAID siguen en pie, y con el tiempo han ido sacando nueva música. Incluida una rolita que me gusta y se llama “Anata To ToMo Ni”. Siempre confunde ese nombre con el de esta nevería. Bueno, ya terminé. Vámonos a dar una caminadita para bajar esta bomba de carbohidratos.

Cuando era niña mi abuela me leía cuentos de hadas. Luego un día no sé de dónde salió un libro, la primera novela en cruzar mi horizonte. Se trataba de “Momo”, de Michael Ende, el mismo autor de “La Historia Interminable”. Momo versa sobre una niña que lucha contra los astutos ladrones del tiempo, conocidos como los hombres grises. Al crecer descubrí que muchas personas de mi edad habían leído este libro, por lo que cabe suponer que en gran parte de nosotros dejó una huella.Tengo presente entre otros, el siguiente pasaje:

La tomó de la mano y la condujo al centro del bosque de relojes. La tortuga los siguió y quedó un tanto rezagada. La senda daba toda clase de vueltas y revueltas y condujo, por fin, a una pequeña habitación formada por las paredes posteriores de unos cuantos relojes enormes. En un rincón había una mesita y un lindo sofá, con las sillas adecuadas. También aquí, todo estaba iluminado por la luz dorada de las llamas inmóviles de las velas.
Sobre la mesita había una jarra dorada, panzona, dos tacitas, platos, cucharillas y cuchillos, todo de oro puro. En una cestita había panecillos frescos, tostaditos y crujientes, y en otra había miel, que realmente parecía oro líquido. De la jarra, el maestro “Hora” vertió chocolate en las dos tacitas y dijo, con gesto invitador:

—¡Por favor, mi pequeño huésped, sírvete!

Sucede que en mi corta vida yo jamás había oído hablar del pan con miel. En casa se acostumbraba el pan de caja untado con mermelada, de modo que la sola idea de paladear juntos pan y miel, me pareció una cosa tan delicada y solemne que ni la primera comunión se le acercaba.

Recurro al sentido de la maravilla que hay encapsulado en estos recuerdos como si de una mina se tratara. O un reservorio de vino, guardado justamente para reconfortarme con él en tiempos amargos.

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