¡Qué maravilla estar de vacaciones! Se trastocan los horarios, los roles, las rutinas…
Mientras escribo esto, paso unos días en la playa, y cosa por demás inusual, estoy en la cama antes que otros habitantes de la casa. Como músico, con frecuencia llego de trabajar en horas de la madrugada, y me suele bienvenir el silencio de otras personas dormidas. Pero esta noche tengo puestos mis audífonos al tiempo que abajo, los demás se divierten con juegos de mesa.
Me quito los audífonos de repente, pues un sonido ha llamado mi atención. Abajo han estado escuchando música. Beats que me adormecen, bajeos que penetran mi pared. Pero se ha detenido todo eso, y en su lugar suena la prístina voz de… – “¿Es Cecilia Bartolli? Sí. Acompañada por un piano. ¿Y qué está cantando? ¿Es Vivaldi? Sí. Es “Sposa Son Disprezzata”, de Vivaldi”. La pieza es preciosa. Pero hay algo más que me pone toda la piel chinita aquí en mi cama, es el hecho de estarla escuchando a la distancia, de tener que aguzar el oído para discernir los acentos de la voz, las cadencias del piano.
¡Esta revelación me pareció tan dulce y a la vez tan certera! Nos disponemos a escuchar música y acostumbramos acceder a ella ya sea de frente, (con el artista a la vista para poder criticarlo hasta los granos), o a través de audífonos que nos permiten desmenuzar todas las deliciosas capas de sonido que constituyen una canción, una sinfonía o hasta una voz a capella. ¿Pero qué hay del olvidado placer de dejarnos acariciar por los sonidos que apenas nos tocan? Escribo esto y me acuerdo de un amigo que una vez me dijo: “Me hace falta manejar en carretera para poder ver lejos”. Ahora lo entiendo bien.
“Haciendo una mueca pa ver pasar.
La mancha de garzas rumbo al palmar”.
Aquí en la playa el clima pasó bruscamente de fresco y soleado a frío, y muy pero muy ventoso. Los turistas corren despavoridos a buscar resguardo mientras que al pie de unas rocas donde rompen las olas, ha quedado un hombre de pie quien toca intermitentemente un silbato. ¿Será un guardacostas? Pero hay bandera roja y nadie en el agua. El hombre hace sonar su silbato: dos notas cortas, una larga y otras dos cortas. Como si esperara algo. Me dirijo a una persona de la localidad y preguntó, – “¿Oiga, y ese señor?” – “Está entrenando un halcón. Trae puesto un guante especial y el halcón viene y se le para en la mano. Pero ahorita con tanto viento quién sabe dónde estará el pobrecito animal.”
No se porqué yo tenía idea que los halcones eran sordos. Es decir, que eran ojos agudos, garras afiladas y alas veloces en un mundo silencioso. Pero me trae un extraño consuelo el que un silbato lo pueda guiar. Estará seguramente resguardandose por ahí. O eso espero.
Mientras tanto me mantengo fascinada por el ir y venir del oleaje, que a veces me hace sobresaltar con sus explosivos despliegues de furor, y otras guarda silencios en los que siento palpitar mi corazón en espera de que reviente la siguiente marejada. Pero el mar nunca se detiene.