Este 22 de noviembre me agarró desprevenida. No fue sino hasta ver en redes sociales a mi comunidad mandando abrazos y felicitaciones, que caí en cuenta que era el día del músico.
Algunos colegas manifestaban con amargura, los honorarios pagados a la mitad, el regateo, la expectativa de tantas personas porque la música sea siempre gratis. Había también anécdotas y recuentos de aventuras que solo un oficio tan azaroso como la música puede brindar. Verdad es esta una profesión que propicia tales altibajos en cada faceta de nuestro acontecer y nuestras emociones, que a veces uno quisiera haber nacido en otra época y lugar. A veces deseamos dar la espalda a las artes para dedicarnos a tareas menos agresivas. Y a veces no cambiaríamos por nada, las singulares bondades de convivir con la musa. Vienen a mi mente tantas y tantas ocasiones en que se entremezclan el fracaso, el aprendizaje y el placer. ¿Quieren oír una de ellas?
Hace varios años me enteré que estaba en proceso un documental sobre la vida y obra de Ursula K. Le Guin, una de mis autoras favoritas. No, no había convocatoria alguna para generar la música de dicho documental, pero me entusiasmé tanto que decidí darme a la tarea de componer y grabar aunque fuera una pieza inspirada en los libros de Úrsula, y enviársela a los realizadores, segura que les gustaría y colmaría de belleza el homenaje que todos quisiéramos rendirle a esta prolífica escritora de ciencia ficción y fantasía.
Componer, contratar músicos, dirigir grabaciones … Mi experiencia en cada una de estas áreas era poca, pero a todo eso me atreví; tal era mi obstinación. Mi voz, violonchelo y arpa. Esos serían los instrumentos. Mi pareja de aquél entonces era un pianista, quien aceptó la tarea de elaborar partituras para los demás músicos, en especial el arpista, quién me informó que él no toca las cosas de oído, sino solo leyéndolas.
Un amigo cuyo estudio de grabación se encontraba en el 4to piso de un edificio industrial, me cobró barato. Todos aceptaron una paga razonable. (Bien entendido que todo aquello representaría una inversión de mi parte, dado que por lo pronto a mí nadie me estaba contratando). Así pues, llegó el día de meternos a grabar.
Mi parte y la del cello salieron sin problemas, pero el arpista no llegaba. Cuando por fin contestó el teléfono, me hizo saber que le dolía la cabeza y había decidido no presentarse a la sesión. Sustituir la parte del arpa por un instrumento midi jamás me pasó por la mente. Con mucho ahínco hice llamada tras llamada hasta dar con el teléfono de otra arpista quien una hora después se hallaba en la puerta del edificio industrial, donde la fui a recibir con 3 compañeros listos para ayudarle a cargar su voluminoso instrumento 4 pisos arriba.
Afinarse le tomó una eternidad. (Y no era para menos, después de todo, un arpa de concierto tiene 47 cuerdas). Cuando por fin tuvo las partituras por delante, la arpista solo dijo:
–“¡Qué, no saben escribir para arpa? Aquí no veo cambios de pedal, ni …”
Mentiría si dijera que recuerdo todo lo que nuestra pobre partitura no tenía. Yo entonces suponía que transcribir para piano o transcribir para arpa, sería la misma cosa. En cualquier caso la mujer tocaba precioso y muy pronto la canción que compuse empezó a sonar justo como se escuchaba en mi mente. Eso, hasta que hubo que detener la grabación porque unos albañiles habían empezado a trabajar en el piso de abajo.
– “Pues … arriba está mi recámara”, propuso mi amigo el del estudio. “Allá podemos subir a grabar”. Así fue que el arpa tuvo que ser guardada de nuevo en su estuche, transportada escaleras arriba, y vuelta a afinar.
La captura se realizó, ya no con el equipo ultra profesional que había en el piso de abajo, sino gracias a cualesquiera que fueran las herramientas que mi amigo tenía en su computadora personal. Exhausta y apesadumbrada, cuando la arpista había terminado de afinar y se hallaba lista para grabar la toma 1, me dejé caer sobre la cama de mi amigo quien me daba la espalda sentado frente a su máquina. En el reducidísimo espacio entre la computadora y la cama, se encontraba el arpa.
Se hizo silencio. Ella comenzó a tocar. De repente me invadió tremenda euforia. Cerré los ojos, respiré profundo y pensé: – “¡Estoy recostada en la cama con alguien tocándome el arpa al oído! Esto es el cielo!”
Para quién no haya tenido la fortuita experiencia de deleitarse con las vibraciones angélicas de un arpa mientras yacen recostados cómodamente, les platico que es una sensación increíble. No duden en regalarle tal maravilla a un ser querido.
Envié mi pieza a los realizadores del documental pero no recibí respuesta. O más bien debería decir que la respuesta me llegó dos años más tarde. Decía algo así como:
– “No había visto tu mail. Me gusta mucho tu canción pero tal vez estés al tanto que el documental hace tiempo quedó terminado y se encuentra ahora en circuito de festivales. Gracias por haberte tomado la molestia y espero que si “Worlds of Ursula K. Le Guin” llega a tu ciudad, tengas ocasión de verlo.”
Ursula K. Le Guin falleció en el 2018, a sus 88 años. y el documental aún no lo he visto. A Úrsula ya no le tocó ver a Trump como presidente de su país, ni la pandemia de COVID-19 … no ha pasado tanto tiempo desde los sucesos que aquí narro, y sin embargo se siente como si viviéramos en otra era. Una cosa sí les digo. Mi aprendizaje desde la ocasión memorable en que sonó un arpa junto a mi almohada, ha sido grande.