Una Provocación

En días recientes recibí una llamada telefónica de lo más grato que se pudiera esperar. Es decir, me llamaron para hacerme una propuesta de trabajo.

Del proyecto en sí solo hablaré el día que este se realice, en caso que así suceda. Pero no cabe duda que al concluir una conversación, la razón principal que la originó, no es necesariamente lo que nos toca de manera más profunda. Sino otra cosa, algo que se dice de manera tangencial, casi de paso.

La amable voz al otro lado del teléfono era la de un director de teatro con quien cursé un taller años atrás. Cuando formé parte de una pequeña compañía que se disolvió tras algunas puestas en escena que incluían títeres. Fue una época divertidísima para mí.

Para quien nunca haya sido integrante de un grupo de teatro, les cuento que como parte de tu proceso formativo, acabas haciendo cosas que en el rígido mundo de la música clásica serían impensables: gritar, trepar, arrastrarte. Tiempo después cuando di clases de canto en una escuela de teatro, no me sorprendí al ver que si faltaba un cable, había que sacar los muebles del salón, o ponerse a trapear el piso después de la lluvia, mis estudiantes estaban dispuestos a todo. En cambio los músicos nos la pensamos hasta para ensuciarnos las manos.

– “Te vas a acordar perfecto de quién soy cuando te diga el taller que tomaste conmigo.” conversaba la voz masculina.
-“¿Te acuerdas que fuimos todos al centro para hacer unas provocaciones entre la gente? Te acostamos en una caja grande de cartón…”
-“¡Ah sí, claro!”, contesté.
-“…a una de tus compañeras la metimos en una maleta y la llevamos a la central camionera…”

No se me olvida que era el día en que el ex presidente Peña Nieto tomó posesión. El mercado principal estaba vacío. Sí había gente, pero muy poca.

-“Luego trepaste a un poste junto con varios de tus compañeros. ¿Te acuerdas?”
-“¡Claro que sí, cómo olvidarlo!” comenté. “Me acuerdo que cuando estaba adentro de la caja me pasearon por la Plaza Liberación arrastrándome con una cuerda. Yo sacaba la mano y uno de mis compañeros me daba un pedazo de pan.”

Ya bien entrados en la remembranza, tras una pausa el director escénico agregó:

-“Frente a donde te teníamos adentro de la caja, había un puesto de periódicos atendido por un señor viejito con un niño, que seguro era su nieto. Había otro señor que era como amigo de ellos. Los 3 estaban platicando y decían: «¡Mira, un secuestrado! ¡Lo tienen en una caja y le están dando de comer!»”

“Como a la tercera vez que sacaste la mano y te dieron un pedazo de pan, lo arrojaste lo más lejos posible y el niño dijo: «¡Denle algo de carne! Si le hubieran dado carne no la hubiera tirado.»”

Me quedé, helada.

Amigos lectores. En los años transcurridos desde aquellas intervenciones a la realidad (como el profesor las llamaba), siempre conservé memorias agradables de lo que para mí no pasó de ser una exploración y hasta casi un juego. El tercer pedazo de birote solo lo arrojé lejos por darle variedad a mis acciones. Recuerdo bien que desde el interior de mi “cárcel” de cartón alcancé a escuchar lo de, «¡Denle Carne!» Me reí mucho pues soy vegetariana por convicción, ya que al no comer animales creo hacer una contribución para mejorar el mundo… ¿¡pero lo del secuestrado!?.

Resulta entonces que ante los ojos de un niño yo fui un secuestrado más. Pese a las pretensiones de un tropel de artistas por romper con el cotidiano, aún la escena más siniestra no era sino parte de la más mundana realidad.

Concluida la llamada telefónica, se fue colando en mí la extraña sensación de haber sido aquel secuestrado durante todos estos años sin saberlo. Mucho hablamos hoy sobre la valiosa o no tan valiosa influencia de las artes en todo lo demás. Pero en este caso quien sufrió una certera provocación, es quien con las tripas hechas nudo, intenta aclararse escribiendo estas líneas.

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